martes, 23 de enero de 2007

Capítulo 4: Ellos



Ahora escucho Katie Melua, miro el tiempo en Budapest, sé una nueva receta de albóndigas y caen de mi boca ¡skazsin! y ¡egezsegedre! para que todos puedan comprender. Las dos nos vemos en ellos con gestos y palabras, buscamos vuelos y fotos, mandamos mensajes, mails, regalos, ponemos nombres en magyar.

El día que se iba temblaba de nervios, sonreía, hacía sus ruidos característicos, inquieto por si sus cuchillas o jeringas le jugaban una mala pasada en el control policial. Cuando les vi despedirse supe que eran dos piedras preciosas difíciles de encontrar y me sentí espectadora de una amistad digna de admirar. Mereció la pena no dormir. Nos dimos la vuelta y le dejamos a salvo. Y nos sentimos vacíos.





Cuando le conocí ya sabía quien era. Me pareció serio y me agradó nuestra conversación. Pronto le cayó la máscara y apareció el niño grande que pedía comer, dormir y alcohol para lanzar besos sinceros de labios hacia el sur y hacernos llorar de risa con sus frases y ademanes ingeniosos. Sus despistes y aire inocente, su impuntualidad, nos producían ternura. De ahí "el pequeñín".






Pero su lado adulto acertó siempre. Con su discreción y sus silencios iluminados de miradas cuando todo se hundía. Su lealtad, su amistad pura y sin escisiones hacia él. Su manera de escuchar, comprender y opinar cuando todo salió a la luz. Su beso junto al teléfono aquel día de cumpleaños, anisedad y castigo. Le echamos mucho de menos.







Él me daba miedo. Era mi alumno y yo había sido oyente de una clase de gramtática en la que su sarcasmo e inteligencia ponían en alerta al profesor. Mis clases fueron divertidas y dinámicas gracias a él; aunque se me fuera de las manos y nuestra complicidad y amistad hiceran punzantes y desconcertantes comentarios y miradas.






Se complementaba a la perfección con el pequeñín. Con su responsabilidad, su saber estar, su sexto sentido, su tacto. Preguntaba por lo nuestro, por los nuestros, veía fotos, se empapaba de todo, fotografíaba con sus ojos y su cámara todo lo que le rodeaba. Tenía siempre un abrazo en el bolsillo, la palabra perfecta, la mirada despierta, cómplice. Siempre escondido tras sus flechas de fuego, su acidez compartida con ella.





Allí esta, decubriendo rincones, cogiendo teléfonos, aprendiendo idiomas, doblando sábanas (sí, ya sabes que hay pocos con su lienciatura que las doblen tan bien) y haciéndose querer, claro.







(Enero 2006)

No hay comentarios: