lunes, 22 de enero de 2007

Capítulo 2: Los edificios

LA ESCUELA:

Nunca hubiera imaginado que era así. Era una residencia, y la primera noche, aquella fiesta, aquel cuartito con baño, durmiendo al lado de Cris, me pareció un estupendo hotel rural. Ví todo bastante limpio (Mercedes le echaba muchas horas) y los baños tardaron en ser míos tan sólo dos o tres días. El patio me tenía hipnotizada, al mirar hacia arriba me venía la imagen de uno que ví en una película que todavía no he conseguido recordar.
A la terraza sólo le faltaba una piscina, algo con lo que soñábamos en cada descanso de clase. En el medio y transparente. Aromas de té, de cigarros y de enfados en esas sillas de madera.
Una cocina que algún día tuvo infecciones y que a mí siempre me pareció que estaba bien, incluso el día que descubrimos el cerebro en la nevera que tanto nos hizo reír. Sólo nuestro amo de la casa palestino se atrevió a tocarlo.
Pero me quedo con el banco del patio. En él, las dos tomamos decisiones importantes, fumamos y preparamos clases. Hicimos fiestas del jabón, apoyamos maletas y fraguamos amistades. Desde allí escuchamos un trocito de Valladolid, fuimos testigos y partícipes de despedidas, de desprecios y de turistas. Y al lado del banco, la piedra, justito en esa piedra empezó todo.


LA TIÑA:

¿Qué puedes esperar de un lugar si uno de sus inquilinos es un hombre que paga su habitación con el dinero que gana deleitando a los viandantes con las notas de su guitarra? Nunca supimos como se llamaba, sólo que un día debió de decidir que era mejor ver la vida a través de unos ojos estáticos, perdidos, producto seguramente de las drogas. Es italiano, y no se imagina el juego que dio en nuestros días.
Nosotras nos negamos a quedarnos, estaba bien, sin terraza, con un patio estupendo, pin-pon y libertad. Pero el cuarto no nos convencía, y él menos, con su táctica de invitarnos a pasteles.
Al resto no les conocimos mucho. Marina, la francesa siniestra, con su forma de hablar con cadencia, casi perfectamente. Esa chica alemana que el último día bailaba descalza en mitad de la pista. Mike, americano y malabarista. Víctor me dijo que muy buena persona, Cris me contó que hacía un truco muy bueno elevando el cuerpo con una barra. Y ellos, claro.
La cocina, lo mejor, con ese aire de comuna hippie. Allí probamos albóndigas húngaras, fumamos y nos fumaron. Nuria nos hizo un recital de ruidos guturales y nuestro italiano nos rompió la pituitaria. Y yo, aquel día que me dormí pensé que vivir allí no estaría tan mal.

EL ALJIBETRILLO:

Sus vistas nos impresionaron. Las tres estuvimos haciendo fotos como locas aquel segundo día. Cris tuvo la suerte de dar allí clases. Una mesa, un sofá y esas cristaleras mostrando el paraíso. El mismo cuarto que aquella noche se convirtió en una sala de fiesta, bebiendo, hablando… y mientras, eran testigos la alhambra desde allí arriba y una botella de ginebra.
Tenía un patio interior, igual que las otras, y fuera una terraza de invierno y otra de verano. En ésta unos granados con frutos prohibidos que al final sólo estaban un poco verdes.
Escaleras infinitas aquella noche, de la mano de un muerto que quería comer queso y lavarse los dientes. Sólo estuve esas dos veces pero fueron dos de los mejores momentos de nuestra estancia.

ALMUÑECAR:

Nuria tuvo que estar bien allí este verano. Una auténtica mansión, con un aire decadente. Debió ser impresionante en sus buenos años, cuando los cursos eran allí, ví alguna foto, fiestas en aquella terraza en la que yo casi treinta años después estaba dando clase con una pizarra descolgada.
Cosas de la vida, tengo una llave de esa casa en mi poder, así que nunca se sabe…



(Noviembre 2006)

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