lunes, 28 de febrero de 2011

Despedida

Me monté en el coche con los nervios de no haber dormido, de tener que volver, de subir esas escaleras, entrar en ese baño, apagar el cigarro en ese cenicero testigo de secretos, cuchicheos y ansiedades.
La música me acompañaba en mi estado de ánimo. Nerviosa pero contenta. He vencido de nuevo. Los días agónicos ya son pasado. Ahora el ansiado futuro, incierto, pero real.
No sentí que fuera una despedida. Sólo un leve escozor al fumar con ella, en esos bancos desconocidos. Ni siquiera hemos podido tener nuestra última charla en la terraza que tanto nos ha unido. En la que sentí mi último nudo cuando se negó a besarme y se quedó de espaldas mirando a la piscina. Estaban flojas, ellas todavía están en sus días inciertos.
La vuelta ya fue diferente. En tan sólo siete kilómetros intenté no pensar en que han sido más de dos años con ellas. Muchas horas, muchas cosas, muchas sensaciones. Les debo más de lo que imaginé; la mitad de esta ciudad, aunque a veces haya sido gracias a algún bofetón de humildad, pertenece a ellas. Así que ésta es una auténtica declaración de amistad.
Cuando entré, la sensación de temporalidad estaba demasiado presente como para crear lazos eternos. Le tenía a él, y a los de siempre; demasiados cambios para volver a conocer. Serían unos meses, mi nueva gente era otra, la de los viernes y sábados, la de las fiestas, la de las clases aburridas pero compartidas. Ese era mi futuro, la razón de mi regreso y de mi dinero, tiempo y energía.
No fue fácil. Lugar hostil donde los haya, tienes que andar con la pistola cargada y sentir que sólo sobrevives si aprendes a callar, a escuchar y a apuntar. Eso no ayuda a la confianza. Pero fui cambiando. Las cosas fuera se iban normalizando y alejando, y mis horas dentro se alargaban. Te veías, al principio sin querer, compartiendo vidas, pensamientos, ilusiones, para acabar aprendiendo que hay gente que no eliges, diferente a ti, y que te enseña a ceder, a empatizar y, sobre todo, a respetar.
Cuando el ambiente tenso comenzaba a comernos, los lazos de amistad se iban tejiendo con hilos de confianza, familiaridad, lealtad. Con ganas de compartir fuera de esas paredes de papel. Con la certeza de que eran ellas las que me salvaban de la frustración.
Nuestras mesas se han quedado vacías. Pero hubo agendas llenas de frases memorables. Hubo fotos de siestas, books de embarazos, mails secretos. Miradas, gestos cómplices. Comidas escatológicas, Fermín en la piscina. Llantos de rabia, de dolor, de nervios, pero sobre todo de risa. Llamadas de horas al atardecer. Cervezas, cumpleaños y quedadas fuera. Muchos secretos encerrados en cajas de lealtad. Nos conocemos tan bien…
Mi friqui favorita me ha enseñado sobre excels, access, y sobre profesionalidad. Siempre discreta y respetuosa, me abrazaba con ojos llorosos al final, desde allá arriba. No sólo por esas piernas envidiables. Arriba, porque su inteligencia y su versatilidad están muy por encima de la del resto. Que pena que no lo sepan ver.
Con ella hay menos horas compartidas, pero tengo una lámina llena de fotos, y unos últimos meses de llamadas e ilusiones cómplices. La frustración y la certeza de que no era nuestro sitio nos ha unido sin buscarlo. Siempre tan cariñosa, una mirada de ayuda por aquí, un abrazo por allá… Estos días, ya fuera, hemos seguido compartiendo la ilusión por lo nuevo. Seguro que va a tener suerte, las buenas personas la tienen.
Ella fue mi último descubrimiento. Hay veces que no se elige. Uno se lleva o no se lleva. Comparte o no comparte. Le debo un par de cañas que me han salvado los últimos días. Le debo mucho. Me quedo con su riesgo, con su lealtad, con su secreto compartido. Días tras día me ha demostrado que no sólo tengo su ciudad de origen, modo de vida, profesionalidad e integridad. Tengo su amistad. Y así, con esa suavidad que le caracteriza, se ha convertido para siempre en una intocable.
Buscar palabras para ella se me hace complicado. Estos días he sufrido su sufrimiento. He llorado sus lágrimas y he sentido sus pesos. Un día nos casamos y, aunque bromeamos, quizá nos hemos unido sin remedio y no hay nada ya que nos separe. Lo nuestro es un caminito cavado con el tiempo. Un poco de comprensión por aquí, unas cañas fuera por allá, una visión parecida de las cosas, una nota en un papel verde, un querer a quien yo quiero, un diseño de m&m, un apoyo incondicional… No todo el mundo ha sabido ver. Yo tengo suerte. Yo la veo. Y este final tan sólo es un principio para nosotras.
Y ahora, mi parte más díficil, mi despedida más dura, mi echar de menos más profundo. Ella. Sin ella probablemente no habría aguantado tanto. Sin su ayuda, sin te saco a la terraza y te doy un bofetón, o te doy mi hombro, o te doy mi oreja. Mi Pili, o Mili, ya ni lo sé. Siempre argumentando que el trabajo no está para hacer amigos, desde el primer día a mí me demostró otra cosa. Nadie sabe, nadie ve. Tiene tantas máscaras como virtudes, y me siento afortunada porque me cuesta tan poco desarmarla como quererla. Recuerdo el primer día, su ausencia, que no sabría que sería tan costosa en otras ocasiones. Su dureza de las primeras semanas me era compensada con su sinceridad. La supe ver enseguida, la supe entender. Y ella a mí. Ha compartido su comida, su casa, su pasado, su tripa y sus secretos. Ha tenido la llamada oportuna cuando sabía que no estaba bien. Me ha sacado de la oreja para que viera la razón de su armadura. Nos basta una mirada para entendernos. ¡Qué bien nos entendemos! ¡Cuánto la voy a echar de menos! Tenemos unas milanesas a la napolitana pendientes. Y un desayuno en plena baja. No me quiero perder su tripa, ni la cara de Alba. Ahora ordeno bolis y despejo mi mesa sonriendo, soy más íntegra y he aprendido de profesionalidad, de constancia. Y todo se lo debo a ella.
El viernes no sólo recuperé el neceser, también la libertad. Voy a volver a escribir seguro, y a tener ilusión. Recuperaré tiempo, risa. Perderé la frustración y el sentirme atrapada. Eso sí, una parte de mí se quedará ahí para siempre, con vosotras.