Creí que tenía el cupo lleno. Que la suerte se acababa. Que los imprescindibles eran joyas difíciles de encontrar y bastante costaba conservarlas; yo ya tenía las mías.
Y llegaste tú. Despacito, fumando y sin avisar. Te sentabas enfrente (aunque estuviste al lado desde el primer día). Nos bastaron unos días para pasar de mis banalidades y tus escupitajos de tú yo llevado al extremo, a retazos y pinceladas, poco claras pero suficientes, de nuestra vida. Cavaste un caminito hacia mí tan profundo que los dos nos sorprendimos de la rapidez. Nos contamos nuestras parcelas con nombres (¡cómo me gusta que les pongas nombres como si les conociera!) y perdiste la timidez y yo la desidia. Te llegó la calma y a mí la seguridad.
Siempre quieres huir y ahogarte en tu cuarto a falta de alcohol. Seguidor de batallas perdidas, te sientes peculiar. Pero no es eso. No es diferente. Provocar es sólo un juego. Te distingue esos momentos en que te quitas la máscara de cobarde y luchas tan de frente que es imposible no dudar. Miras, sientes, arriesgas, compartes y entiendes con tal fuerza que es inevitable firmar.
Me quedo con eso, y con un futuro de llamadas (que no importa que no se encuentren, porque se buscan), con un cuaderno de conversaciones pendientes, de música para escuchar, libros para cambiar, conocer a los míos, yo a los tuyos y sobre todo, no renunciar.
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