Cada noche agarra su silla, y vestido de un blanco impoluto toca su flauta. Tranquilo, no mira a nadie y con su pie de calcetín claro lleva el ritmo de unas notas casi inexistentes. La espesa barba impide ver si sonríe, ahí esta, ajeno a los gritos, al fétido olor de basura, a los cartoneros que se afanan en coger todo lo que pueden del mc donalds, a nosotros que cada día le miramos.
Son Mari y Alberto, ella italiana, él de aquí pero de padres tanos también. Viven de su quiosquito lleno de alfajores, chocolates y un número infinito de dulces a los que no puedo poner nombre. Su sueño es conocer sus orígenes, ahorrar plata para poder algún día viajar a Europa. Son una familia normal, que cada día me explican donde comprar carne y se ríen de mis expresiones españolas. Son legales y me dan confianza.
Íbamos con la música alta y fue al girar la cabeza que le vi. Como aquella escena del Sexto Sentido en el que al mirar por la ventanilla el protagonista veía a la chica de la bicicleta mirándole de pie. No debía de tener más de diez años, estaba sucio y metía la mano en el coche. La mezcla de sentimientos esta presente, te asustan, te dan pena, son sólo niños… con más calle que nadie, y a veces drogados.
Una familia, abuela rubia, madre rubia, hijas rubias, padre moreno. Todos vestidos de marca, las niñas parecían salidas de un catálogo de ropa. La madre, altiva, pone cara de impaciente y ordena a su marido con la mirada. Creí que eran españoles. Entonces les escuche hablar, argentinos, pero como si el inglés quisiera asomar. Así hablan aquí, sin oseas, pero con una patata en la boca. Fueron en comandita a recoger su pasaporte español, y con sus andares de dinero abandonaron el lugar.
Parecía peruana, boliviana. No la entendía al hablar, tenía las manos sucias de agarrar patatas y verdura. Parecía aburrida de estar en ese lugar. Cuatro veces intentó engañar. Metiendo la patata podrida en la bolsa, la lechuga que nadie quiere, la bolsa de carbón rota, en el cambio del dinero. Pelotuda.
Bienvenidos a Buenos Aires.