miércoles, 27 de febrero de 2008

Buenos Aires 2008

Cada noche agarra su silla, y vestido de un blanco impoluto toca su flauta. Tranquilo, no mira a nadie y con su pie de calcetín claro lleva el ritmo de unas notas casi inexistentes. La espesa barba impide ver si sonríe, ahí esta, ajeno a los gritos, al fétido olor de basura, a los cartoneros que se afanan en coger todo lo que pueden del mc donalds, a nosotros que cada día le miramos.
Son Mari y Alberto, ella italiana, él de aquí pero de padres tanos también. Viven de su quiosquito lleno de alfajores, chocolates y un número infinito de dulces a los que no puedo poner nombre. Su sueño es conocer sus orígenes, ahorrar plata para poder algún día viajar a Europa. Son una familia normal, que cada día me explican donde comprar carne y se ríen de mis expresiones españolas. Son legales y me dan confianza.
Íbamos con la música alta y fue al girar la cabeza que le vi. Como aquella escena del Sexto Sentido en el que al mirar por la ventanilla el protagonista veía a la chica de la bicicleta mirándole de pie. No debía de tener más de diez años, estaba sucio y metía la mano en el coche. La mezcla de sentimientos esta presente, te asustan, te dan pena, son sólo niños… con más calle que nadie, y a veces drogados.
Una familia, abuela rubia, madre rubia, hijas rubias, padre moreno. Todos vestidos de marca, las niñas parecían salidas de un catálogo de ropa. La madre, altiva, pone cara de impaciente y ordena a su marido con la mirada. Creí que eran españoles. Entonces les escuche hablar, argentinos, pero como si el inglés quisiera asomar. Así hablan aquí, sin oseas, pero con una patata en la boca. Fueron en comandita a recoger su pasaporte español, y con sus andares de dinero abandonaron el lugar.
Parecía peruana, boliviana. No la entendía al hablar, tenía las manos sucias de agarrar patatas y verdura. Parecía aburrida de estar en ese lugar. Cuatro veces intentó engañar. Metiendo la patata podrida en la bolsa, la lechuga que nadie quiere, la bolsa de carbón rota, en el cambio del dinero. Pelotuda.

Bienvenidos a Buenos Aires.

viernes, 1 de febrero de 2008

"Mi vida sin mí"


La perra no quería ir, y el adiós a mi piedra mágica fue en la distancia. Sólo quería ver mi pasado. Y aunque estaba oscuro y a Lua tampoco le hacía gracia, me adentré en aquel campo hasta poder verlo bien. La autovía estaba en medio pero aun así les pude observar. Primero le vi a él, era alto y guapo. Miraba hacia abajo reflejando timidez, pero al dirigirse a ella lo hacía decidido, clavando sus ojos y esbozando una sonrisa con aire canalla. Ella, bajita y con cierto aire pijo, posaba su mano en la rodilla de él, él hacía lo mismo acariciando el hueso saliente de su pierna, todo en completo silencio, quizá porque se estaban escondiendo detrás de un matorral, o quizá porque el silencio era la mejor forma de entenderse. Él parecía el chico malo de barrio, curtido ya en peleas y en chicas, duro pero capaz, si hace frío, de quitarse la cazadora para ponérsela a ella. Con menos vida y con la soltura del que no ha sufrido, ella, que presume subida en su moto de chico duro y se agarra a sus costillas para sentirse segura y protegida, ¡ay!, quien sabe si para toda la vida. Y el bolsillo de una sudadera roja les hace cómplices de una manos que se unen.
Me siento y me enciendo un cigarro mientras la perra decide esperarme lejos. Se nota que no saben nada el uno del otro. Por qué han sufrido, que les une y les separa, qué les saca de quicio, qué han hecho los últimos ocho años, qué sintieron aquel verano o si duermen bien. Se miran con la curiosidad del tiempo y la distancia. Con el cariño de la complicidad. Él abandonó su aire de barrio, y viste formal. Desprende madurez por cada uno de sus poros y sabe donde estar. Ella dejó atrás miedos y cobardías y parece menor. Los silencios se ven rotos con alcohol y con letras informáticas. No había nada que perder.
Siento el frío en la mano que sostiene el cigarro. Y el aire me impide hacer oes con golpes de mandíbula. Tengo el estómago revuelto y no soy capaz de ver a la perra. Decido levantarme y un ligero mareo me hace cerrar los ojos. Les veo, él guapo y apuesto, con su pajarita y su dolor de estómago. Le hubiera gustado morderse la lengua, quizá no haber ido, no haber pensado, no haber escuchado. Ella observa fotos de entonces e intenta adivinar que sucedió. Y por qué ahora. Es tarde.
Corro detrás de la perra, que decide volver a casa sin correa y al llegar a la puerta se sienta y me mira. Me agacho gritando hasta casi caer y las lágrimas asoman en mis ojos. No se conocen. Pero se echarán de menos, porque el reloj jamás les dio una oportunidad.